Tiempo y eternidad en san Agustín











Tiempo y eternidad en san Agustín

Time and eternity in saint Augustine

María Lacalle Noriega
Universidad Francisco de Vitoria
m.lacalle.prof@ufv.es
AUTOR               

  INVESTIGACIÓN

RECIBIDO
13 de febrero de 2006
ACEPTADO
15 de marzo de 2006
ISSN: 1885-365X
PÁGINAS
De la 89 a la 99





El problema del tiempo y su relación con la eternidad ha inquietado la mente y el corazón de los hombres a lo largo de toda la historia y se han dado múltiples respuestas en el intento de resolverlo. San Agustín aborda esta cuestión desde una perspectiva múltiple. Desde una perspectiva esencialista siente el tiempo como una tragedia, pues en él no hay descanso ni estabilidad posible. Desde una perspectiva antropológica se da cuenta de que el ser humano, por su constitución corpóreo-espiritual es el único capaz de percibir el tiempo, de asumirlo y de darle un significado. Desde una perspectiva teológica concibe el tiempo como el medio a través del cual Dios quiere realizar su designio de salvación.

The problem of time and its relation with eternity has stirred the minds and hearts of thoughtful men throughout history, and different answers have been given in the attempt to solve it. Saint Augustine approaches this question from a multiple perspective. From an essentialist perspective he feels time as tragedy as it is impossible to find rest or stability in it. From an anthropological approach he realizes that human beings are the only ones able to perceive time, to assume it and to give it significance. From a theological point of view he considers time as the means through which God wants to fulfil his salvation design.



Palabras clave: tiempo, eternidad, muerte, sentido de la vida, distensión del alma, realización, salvación



Key Words: time, eternity, death, sense of life, fulfilment, distension of the spirit, salvation




1. Introducción

La experiencia del tiempo es dolorosa. El tiempo divide y disipa la existencia. En el tiempo todo pasa, fluye y muere. Es una realidad que nos devora. Así lo reflejaba la inscripción de aquél viejo reloj en el que, refiriéndose a las horas, se leía vulnerant omnes, ultima necat: hieren todas, la última mata.
La angustia que produce la precariedad de todo lo temporal hace que los hombres de todos los tiempos se hayan preguntado siempre por su significado y por su relación con la eternidad. Es una cuestión que ha preocupado especialmente a muchos pensadores del siglo XX. Toda la obra de Bergson está relacionada con la duración y el movimiento;

Husserl quiso construir una teoría antiintelectualista de “la conciencia del tiempo”; Heidegger consideró imposible tratar del ser sin tratar del tiempo; Unamuno se angustió toda su vida por la incertidumbre de la eternidad; Ortega concebía la vida como realidad rigurosamente temporal, sólo accesible a la razón vital e histórica. Mucho antes que todos ellos, ya se había planteado san Agustín el problema del tiempo y la eternidad. Vamos a analizar la respuesta que da el santo de Hipona a esta cuestión.

2. De la eternidad al tiempo
Para la mente griega el mundo está ahí, desde siempre, increado. El tiempo se concibe como un continuo fluir, sin principio ni fin, por lo que el concepto de eternidad se confunde con la perpetuidad del tiempo Por eso, cuando el cristianismo habla de la creación en el principio y de la eternidad de Dios surgen muchas preguntas. ¿Qué relación hay entre la eternidad y el tiempo? ¿Cómo se produce el tránsito de una a otro? San Agustín explica que el tiempo brota de la eternidad de Dios y comienza con la creación del mundo. En Dios no hay tiempo, puesto que es inmutable, pero las cosas creadas cambian, y éste cambio o movimiento es lo que entraña el tiempo.

2.1. El mundo no es creado en el tiempo sino con el tiempo.
¿Qué hacía Dios antes de crear el cielo y la tierra? Cuando maniqueos y epicúreos, con mala idea, le plantean esta cuestión, san Agustín siente la tentación de contestar que estaba creando infiernos para los que hacen preguntas semejantes. Pero se da cuenta de todo lo que se esconde tras esa pregunta aparentemente simple, y se enfrenta a ella (Confesiones: XI, 10-12) .
¿Cómo se produce el tránsito de un Ser divino, supremo y eterno a un mundo de criaturas finitas y contingentes como las humanas? ¿Cómo es que a Dios le vino de pronto a la mente lo que antes nunca se le había ocurrido, hacer el mundo? Si no hacía nada, ¿por qué de repente empezó a hacer algo? ¿Por qué no siguió sin hacer nada? Con estas preguntas los maniqueos intentaban hacer admitir a san Agustín que en la vida de Dios hay un antes y un después de la creación del mundo, hay temporalidad (La ciudad…: XII, 15, 2).
La respuesta de san Agustín es clara. Dios creó el mundo en su Palabra, y su Palabra es eterna y supera a todos los tiempos. Pero el término de esta acción creadora libre y eterna es temporal. Dios crea el tiempo al crear el mundo: el tiempo y el mundo son creados a la vez (La ciudad…: XI, 6). Por eso se dice que “en el principio” creó Dios el cielo y la tierra (Gn 1,1). Dios creó todos los tiempos y es anterior a todos los tiempos, y no se puede decir que hubiera un tiempo en que no había tiempo, porque sería tan contradictorio como decir que hubo un hombre cuando no había hombre o que existía el mundo cuando no había mundo (La ciudad…: XII,15,2). Antes de la creación del tiempo no había tiempo, luego no hubo tiempo alguno en que Dios no hiciera nada, puesto que el tiempo mismo es hechura suya.
El mundo comenzó cuando fue sacado de la nada por la Palabra de Dios. Todos los seres existentes, toda la naturaleza, toda la historia humana están enraizados en ese acontecimiento fundamental (Comentario…: I, 2, 4).

2.2. El tiempo y el movimiento
No hubo tiempo alguno antes del mundo porque para que haya temporalidad es necesario que se de alguna mutación, algún movimiento. Así lo explica San Agustín: “Si es recta la distinción de la eternidad y del tiempo, ya que el tiempo no existe sin alguna mutabilidad sucesiva y en la eternidad no hay mutación alguna, ¿quién no ve que no habría existido el tiempo si no fuera formada la criatura que sufriera algún cambio, algún movimiento? Ese cambio y movimiento ceden su lugar y se suceden, no pudiendo existir a la vez, y en intervalos más breves o prolongados de espacio dan origen al tiempo” (La ciudad…: XI, 6).

San Agustín alude aquí a un tiempo real, objetivo, que se forma con los cambios de las cosas, con las variaciones y sucesiones de las formas sobre la materia (Confesiones: XII,8). El tiempo objetivo nace con las formas materiales y es inherente a ellas, lo cual hace que sea inconcebible un tiempo independiente de las cosas materiales, así como unas cosas materiales que no generen los tiempos. La realidad material no es simultánea, no es un conjunto estático, sino que es sucesión, transcurrir, un llegar a ser para tender a no ser.


3. La implicación de la eternidad en el tiempo

Hemos visto que el tiempo procede de la eternidad, y que comienza cuando comienzan las cosas creadas. Vamos a ver ahora que la relación del tiempo y la eternidad tiene dos sentidos: uno positivo, que supone que el tiempo está fundado en la eternidad; y otro negativo, porque la eternidad es, a la vez, la negación dialéctica del tiempo en la medida en que lo temporal implica defecto del ser, sucesión, mutabilidad.


3.1. La eternidad funda el tiempo

Dios es el Creador, que da principio a todos los momentos del tiempo, los funda y los orienta. El ser no existe sin el acto creador; y el tiempo no existe tampoco sin el acto que lo crea y lo despliega, sin la eternidad. Paradójicamente, el tiempo es, en su misma sucesión, una implicación permanente de la eternidad: es la eternidad la que lo asienta, lo mide, le confiere su significación y lo funda. La acción divina creadora no consiste en un solo acto creador realizado una vez y para siempre, sino que Dios está creando constantemente el universo, dirigiéndolo a su fin, conservándolo en el ser, ordenando los tiempos.
Existe una relación vertical entre la eternidad y el tiempo: es el Dios eterno el que crea el tiempo y es la eternidad la que lo funda, desplegándolo. La eternidad funda en cada ser una medida interior que marca su propio ritmo y duración y que es como el corazón y la pulsación de su existencia. Es la eternidad la que va “numerando” al tiempo, y hace que cada ser tenga y realice su dimensión temporal y su medida (La música: VII,15,57-58). “¿Quien podrá detener el corazón del hombre para que se pare y vea cómo, estando fija, dicta los tiempos futuros y pretéritos la eternidad, que no es futura ni pretérita?” (Confesiones: XI,11).
Por el tiempo, Dios mide el desarrollo y la realización de su creación. Pero la mutabilidad y fragmentación indefinida de los tiempos sólo afecta a las realidades creadas, nunca al Creador. Dios conoce intemporalmente las cosas temporales, conoce los tiempos sin noción alguna de lo temporal. Dios conoce todas las cosas temporales en su relación de sucesión, en su propia existencia, naciendo o extinguiéndose en su propio tiempo, pero las contempla a todas juntas, como presentes en sí mismo. Todos los momentos del tiempo están presentes en su actualidad. “Él ve sin cambiar el pensamiento de una a otra cosa, lo ve inmutablemente; de suerte que todo lo que sucede temporalmente, lo futuro que no es aún, lo presente que existe, lo pasado que ya no es, Él lo abarca todo con su presencia estable y sempiterna; y no de una manera con los ojos y de otra con la mente, pues no consta de alma y cuerpo; ni de una manera ahora, de otra antes y de otra después, porque tampoco admite variación, como la nuestra, su ciencia de los tiempos, el presente, el pasado y el futuro, ya que en Él no hay cambio ni oscurecimiento momentáneo” (La ciudad …: XI,21).


Nuestros años transcurren, se acaban y perecen, mientras que Dios permanece en sí mismo. Todo lo temporal es contingente y múltiple pero está contenido por entero en la plenitud simple e indivisible de la eternidad, que siempre permanece y que está siempre presente.


3.2. Negación dialéctica

La distinción entre la eternidad y el tiempo nos lleva a la diferenciación de los distintos grados del ser. Para san Agustín, sólo tiene auténtica entidad lo que permanece inmutable (Confesiones: VII, 11); ser verdaderamente equivale a ser inmutable, lo que solamente Dios es (Enarraciones …: 134,4). Dios es la absoluta permanencia viva, mientras que el ser creado no es ya lo que antes era ni es todavía lo que después será. Las criaturas son y no son: son porque su esencia dimana de Dios; y no son porque cambian, pues no permanecen, no tienen la plenitud del ser.
El tiempo funciona como criterio de distinción de las regiones del ser: a mayor distancia de Dios en la escala del ser, mayor temporalidad encontramos. “Dios es la esencia suprema, es decir, el que existe en grado sumo, y, por tanto, es inmutable; ahora bien, al crear las cosas de la nada, les dio el ser, pero no un ser en sumo grado, como es El, sino a unas les dio más ser y a otras menos, creando así un orden de la naturaleza basado en los grados de sus esencias” (La ciudad …: XII, 2). La elevación en la línea del ser está determinada por el grado de identidad, y el rebajamiento por el de temporalidad. Un ser verdadero, un ser puro, un ser auténtico, sólo lo tiene Aquél que no cambia. La revelación del nombre inefable “Yo soy el que soy”, contiene la verdad de que sólo Dios Es: Dios es la plenitud del Ser y de toda perfección, sin origen y sin fin.
El ser de Dios está perfectamente concentrado en sí mismo, presente en sí mismo. La eternidad no es una sucesión infinita de tiempos, es concentración y permanencia, es la plenitud sustancial de Dios. Y esta concentración y permanencia están en el extremo opuesto a la dispersión a que el tiempo somete a los entes temporales, que consiste, como ya hemos dicho antes, en un no ser ya lo que antes era y en un no ser todavía lo que después será.
En lo mudable y temporal se da la antítesis entre el ser y el no-ser, pues lo que verdaderamente es excluye la mudanza y el tiempo. Este tiempo existencial es, como en el viejo mito helénico, el dios que va devorando a sus hijos, porque, en este sentido, temporalidad y muerte son dos conceptos que andan juntos. En las criaturas, el vivir es un continuo morir, ya que toda mudanza es una forma de muerte: todo cambio implica una sucesión, una desaparición, una muerte. Sin la presencia de la eternidad en el tiempo éste no sería más que muerte, y el tiempo no quiere morir, muriendo como está.



4. El hombre, síntesis de tiempo y eternidad
El hombre es un ser extraño. Por su cuerpo vive inmerso en el tiempo. Por su espíritu es consciente de ello y es, además, capaz de darle un significado. Temporeidad y eternidad, tránsito terreno y permanencia espiritual, se entraman en la constitución real de la criatura humana y en su actividad. Se forma así esa duración espiritual que es propia del hombre y en la que se conjugan indisolublemente la permanencia y el devenir.

4.1. El tiempo es una distensión del alma
Hemos visto que sin el movimiento no existiría el tiempo, pero el tiempo no es el movimiento. ¿Qué es, pues, el tiempo? San Agustín se pregunta qué es el tiempo y responde: si nadie me lo pregunta, lo sé, pero si trato de explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé. Lo único que es evidente es que si no pasara nada, no habría tiempo pasado; si no hubiera algo que va a ocurrir, no habría tiempo futuro; si no existiera nada, no habría tiempo presente (Confesiones: XI,14).
El tiempo de nuestra realidad universal se divide en pasado, presente y futuro, y estos tres fragmentos luchan entre sí. De estos tres momentos, sólo del presente se puede decir propiamente que existe, porque el pasado ya no existe y el futuro todavía no existe. Pero el presente no es más que un fugaz instante que apenas tiene consistencia. Es sólo un pequeño y escurridizo umbral que da entrada al futuro para que inmediatamente se disuelva en el pasado (Confesiones: XI, 29).
Entonces, el tiempo real no existe: el presente no tiene espacio, el futuro es lo que va a ser y el pasado lo que ha sido y no puede volver a ser. Además, el futuro está destinado inexorablemente a ser pretérito, es decir, a ser lo contrario de lo que es (Confesiones: XI, 14). Sin embargo, los tres momentos del tiempo están unidos entre sí en una estructura unitaria, y los tres, de alguna forma, tienen existencia. Pero, ¿en qué sentido tienen realidad el pasado y el futuro?
Sólo se puede percibir el tiempo, que es un continuo pasar, desde la permanencia. Los hombres percibimos y medimos el tiempo desde lo que permanece, es decir, desde nuestro espíritu. Gracias a nuestro espíritu medimos el tiempo, le damos alguna consistencia, lo alcanzamos. Pero, en lugar de hablar de pasado, presente y futuro, debemos hablar de un sólo tiempo: el presente. Solamente existe el presente de lo pretérito, el presente de lo presente y el presente de lo futuro. Estas tres clases de tiempo existen en el alma que los vive al poseerlos como presentes en sus distintas dimensiones y según las distintas facultades del alma: el presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la atención y el presente del futuro es la expectación. “Pero, ¿cómo se disminuye o se consume el futuro, que aún no existe? ¿O cómo crece el pretérito, que ya no es, si no es porque en el alma, que es quien lo realiza, existen las tres cosas? Porque ella espera, atiende y recuerda, a fin de que aquello que espera pase por aquello que atiende a aquello que recuerda. ¿Quién hay, en efecto, que niegue que los futuros aún no son? Y, sin embargo, existe en el alma la expectación de los futuros. ¿Y quién hay que niegue que los pretéritos ya no existen? Y, sin embargo, todavía existe en el alma la memoria de los pretéritos. ¿Y quién hay que niegue que el tiempo presente carece de espacio por pasar en un punto? Y, sin embargo, perdura la atención por donde pase al no ser lo que es” (Confesiones: XI,28).

San Agustín no está diciendo que es el espíritu el que crea el tiempo. Lo que sostiene es que le confiere una permanencia que le permite medirlo. Así, de nada que eran el pasado y el futuro en el flujo temporal objetivo, pasan a participar de la consistencia del espíritu. Y, al quedar el tiempo incluido en el alma misma, queda concebido cono una distensión del alma (Confesiones: XI, 26). El alma existe recordando, atendiendo, deseando o proyectando; y el hombre vive actuando y desarrollándose en el tiempo. El hombre es la única criatura capaz de asumir el tiempo en su espíritu, pues sólo el hombre tiene conciencia de la duración, y, en este sentido, sólo el hombre posee presente, pasado y futuro.
El hombre está sumido en el tiempo del universo igual que un árbol o un perro, sometido y arrastrado por su vida biológica. Y el alma humana, al estar ligada al cuerpo, está ligada al tiempo, y, en este sentido, es radical distensión, pues todo lo que el hombre es y hace desemboca en temporalidad. Pero el hombre no se limita a sufrir el tiempo como los demás seres vivientes, sino que lo conoce, lo vive conscientemente, le da un significado y una consistencia. Al ser el alma un acto espiritual es capaz de unificar sus actos en un sentido, en un valor, en su mismo ser. Es capaz no sólo de percibir el tiempo, sino también de trascenderlo y escapar, en cierto sentido, al devenir de las realidades mundanas.


4.2. El tiempo es, para el hombre, tragedia y oportunidad

San Agustín aborda el problema del tiempo humano desde dos puntos de vista diferentes. Por un lado, desde un punto de vista esencial, siente la temporalidad de una forma trágica y desgarradora: las cosas de este mundo pasan y mueren, y nosotros con ellas. El hombre no puede encontrar descanso ni felicidad en las cosas terrenas que vienen y van, pues, aunque sean buenas, no son los verdaderos bienes, ya que no permanecen, se deslizan y fluyen (Enarraciones…: 127,15). “Así, pues, cuanto más ames el ser, tanto más desearás la vida eterna y con tantas más ansias desearás ser formado de manera que tus deseos no sean temporales, ni marcados a fuego e impresos por los amores de las cosas temporales. Estas cosas temporales, antes de ser no son, y cuando son, se van deslizando, y cuando ya se han deslizado, dejan de ser. Así que, mientras son futuras, aún no son, y cuando han pasado ya, tampoco son” (El libre…: III, 72). El alma humana ama el ser y ama el descanso en las cosas que ama, pero en las cosas perecederas no encuentra apoyo donde descansar, porque carecen de estabilidad (Confesiones: IV,10).
Sin embargo, desde un punto de vista existencial, san Agustín admite la temporalidad como algo eminentemente positivo. Dios no hizo el mundo de una vez y para siempre, perfecto y acabado desde el primer instante, sino que lo creó en un estado de vía, para que vaya progresando con la sucesión de los tiempos. Entonces, el tiempo es el medio a través del cual las criaturas van realizando su ser, el medio a través del cual el mundo, la creación entera, debe alcanzar el estado de perfección.

El tiempo nos sirve para progresar y crecer. Es un don valioso y limitado que el ser humano debe aprovechar y rentabilizar al máximo.
El hombre necesita del tiempo, al igual que el resto de las criaturas, para realizarse, pero de una forma mucho más viva, más grande. Por una parte, porque el hombre, ya lo hemos dicho, es el único ser creado capaz de asumir el tiempo, de vivirlo conscientemente. Y, por otro lado, porque, mientras que el resto de la creación tiene unos fines que le han sido fijados por la Providencia, el hombre ha sido dotado de razón y de libertad para elegir sus propios fines y para ir construyendo su vida a lo largo del tiempo.
El hombre no es un qué, es un quién; no es algo, sino alguien; no es una cosa, sino una persona capaz de asumir su propio destino. Y el tiempo humano, el tiempo vivo, no es el mismo tiempo en todas las circunstancias, aunque su medida sea igual. Por una parte, se puede decir que la percepción que tenemos del tiempo es “elástica”. El paso del tiempo no es percibido igual por un niño y por un anciano. Todos tenemos experiencia de que a medida que nos hacemos mayores tenemos la sensación de que el tiempo pasa más deprisa. Cuando sufrimos el tiempo pasa despacio, mientras que cuando disfrutamos se hace muy corto. De manera que podemos descubrir ritmos distintos a lo largo de nuestra existencia.
Por otro lado, el tiempo humano, aun siendo continuo, no es homogéneo, reiterativo, idéntico siempre, sino que está configurado por momentos significativos. En la medida en que el hombre está implicado en el devenir del mundo, esos momentos significativos le pueden venir impuestos (como, por ejemplo, la muerte de un ser querido) y esto puede cerrar un tiempo y abrir otro, puede dejar marcado el tiempo de toda una vida. Pero, también, en la medida en que el hombre escribe su propia historia, esos momentos significativos pueden nacer de su libertad interior (por ejemplo, la elección de una carrera, la decisión de contraer matrimonio) e introducen una significación nueva y un ritmo desconocido en el desenvolvimiento de su existencia.
De la misma manera, a lo largo de la historia de la humanidad van transcurriendo lo tiempos, no como momentos fantasmales que pasan y dejan de existir, sino marcando y configurando el tiempo que ha de venir. Hay tiempos vivos, plenos de autenticidad, momentos significativos que configuran y estructuran de manera radical el tiempo futuro. Lo cual permite al hombre ir progresando, madurando, permite a la humanidad ir avanzando en el conocimiento de la verdad. Son esos grandes descubrimientos, esos espantosos sufrimientos, esos instantes de luz y genialidad, los que hacen que el género humano progrese, cambie de rumbo o de ritmo, que madure y avance en su tarea de recreación del mundo. Aunque también hay tiempos negativos y oscuros en los que la humanidad parece retroceder y hundirse, en los que se embrutece de manera increíble.
Hay ocasiones en que una tragedia, como un gran terremoto o una guerra, puede hacer reaccionar a toda una generación. Un solo hombre, como Juan Pablo II, puede convertirse en luz para millones de personas y provocar grandes cambios tanto personales como sociales. También hay épocas que transcurren de manera anodina, generaciones que no destacan por nada, que se dejan arrastrar por el curso de los acontecimientos. Hay tiempos luminosos y tiempos oscuros, hay tiempos vivos y tiempos muertos, vacíos, huecos, hay tiempos de expectación y tiempos de abatimiento.


El hombre, el género humano, se va construyendo a sí mismo en el tiempo. A través de sus propias decisiones y de su forma de afrontar o asumir los acontecimientos que le vienen dados, va llenando de significado su tiempo, su vida, la historia.

5. Del tiempo a la eternidad
Pero, ¿hacia dónde debemos conducir el mundo? ¿Dónde está la perfección que debemos alcanzar? Para responder a estas preguntas debemos tener presente que el tiempo humano está limitado por la muerte, de la cual depende el sentido de la vida y todos sus contenidos. Por eso san Agustín nunca cayó en la ilusión de un progreso indefinido en el tiempo. Poco significan los progresos meramente humanos, sean del tipo que sean, pues con ellos el hombre no sale de su elemento terreno y temporal. La concepción agustiniana del tiempo como medio de realización nada tiene que ver con la idea de un eterno progreso. Para san Agustín el tiempo está ordenado a un fin trascendente: a la unión con Dios, a la eternidad.

5.1. El tiempo como vector de salvación
¿Cuál es el sentido de esta larga marcha a través de la temporalidad? ¿Cuál es el significado de la historia, de esta historia de sufrimientos, de sangre derramada, de guerras fraticidas, de éxitos y fracasos aparentes? En definitiva, ¿para qué está el hombre sobre la tierra? El hombre no está en este mundo solamente para pasar desde el Paleolítico hasta la era espacial, ni siquiera para levantar imperios y civilizaciones, sino para alcanzar la eternidad. El mundo material, el universo entero, ha sido creado sólo para el hombre, para que la humanidad pueda servirse de él para su propia realización sobrenatural. El tiempo alcanza así su pleno significado: es un medio al servicio de la salvación total de la humanidad. Desde este punto de vista espiritual, el tiempo es como un vector de la salvación: el hombre, a través del tiempo y mediante el tiempo ha de trazar su camino para llegar a Dios.
Pero Dios no ha abandonado al hombre a sus propias fuerzas en la búsqueda de este camino hacia la eternidad, sino que se lo ha mostrado: “Cuando vino la plenitud de los tiempos vino también Él para que nos librase del tiempo. Debemos, pues, amar al que creó los tiempos para que nos libremos del tiempo y nos asentemos en la eternidad, donde ya no hay mutabilidad temporal” (Enarraciones…: 38,9).
Sólo Cristo da sentido al tiempo y contenido a la vida del hombre. Si nuestra vida no tuviese un sentido último, una finalidad, sería de lo más disparatada: nacer, crecer y morir a través de unos tiempos que nos despedazan sin remedio. Pero Cristo vino del cielo a iluminar nuestra existencia con su luz. Los tiempos con Cristo no corren en vano, ya que en Él se logra el verdadero fin de la historia que es la salvación de los hombres (Enarraciones…: 9,6). Cristo nos ofrece la victoria sobre el tiempo: “Por ti se hizo temporal para que tú te hagas eterno” (Tratado…: II,10). El tiempo auténticamente cristiano, lleno de la presencia viva de Cristo, nos va acercando, a medida que pasa, a la eternidad de Dios, a la que accedemos a través de la muerte, que se presenta así con toda su grandeza como el punto de unión entre este tiempo dramático y la eternidad infinitamente feliz de Dios.

Dios es el creador del mundo y del tiempo y, por lo tanto, el dueño de la historia. Y su único designio es crear un universo en el que pueda formar un pueblo de salvados: la ciudad de Dios. Todo el mundo material sólo existe para ese fin sobrenatural de la humanidad llamada, todo el gobierno del universo está orientado a la salvación de los hombres. Dios crea y gobierna el universo y el tiempo que mide su desarrollo a partir de su voluntad de salvación.

5.2. La ambivalencia del tiempo humano
Este sentido de camino de salvación es el que tiene el tiempo originariamente en la voluntad de Dios que quiso realizar sus designios a través de la temporalidad. Sin embargo, el hombre es libre de escoger entre el bien y el mal, y puede convertir su tiempo de salvación en un tiempo de perdición: puede utilizar esa oportunidad que se le ha dado -su vida- no para alcanzar a Dios sino para alejarse de Él. Por eso decimos que este tiempo genuinamente humano tiene un contenido ambivalente: la adhesión al bien o el abandono en el mal. Así, según sean las características morales del tiempo humano, se puede convertir en medio de perfección o en amenaza, abismo, posibilidad de perdición.
El hombre puede dar al tiempo de su existencia toda una serie de significaciones parciales y relativas, sociales, artísticas, culturales, etc., que no reconocen explícitamente el sentido último de la temporalidad, el fin sobrenatural del hombre. Pero no puede dejar de darle al tiempo una significación total, optando por religarlo a la eternidad o disociarlo de ella. Ese es el juego supremo de una libertad comprometida en el tiempo, y es el sentido más profundo que se puede dar a la historicidad humana. El hombre puede hacer del tiempo de su vida terrena un absoluto, encerrando en él su propio destino y buscando un sentido en el desarrollo horizontal de su existencia. Entonces, se convierte en prisionero de un tiempo que le impone su dispersión, su sucesión inexorable y su límite, que es la muerte. Pero el hombre puede también darle al tiempo del mundo un significado trascendente, acogiéndolo por la fe como tiempo de salvación.
Podemos unir nuestro presente temporal con el presente eterno. No es una pretensión desesperada, como creía Nietzsche, es una posibilidad real. Está a nuestro alcance. Depende de nosotros, pues es nuestra propia libertad la que transforma el tiempo en eternidad. Hoy día se habla mucho de libertad, pero a pocos les gusta reflexionar sobre la importancia radical de todo acto libre. Nuestras decisiones, nuestras elecciones, tienen consecuencias eternas. Esa es la auténtica grandeza de la libertad: nos permite decidir nuestro destino eterno. Y esa decisión hay que realizarla en el tiempo. Unos deciden decir “sí” con su vida a la felicidad eterna que Dios ofrece, y otros prefieren decir “no” y volver la espalda. Por eso el tiempo puede ser factor de esperanza o de desesperación, de expectativa o de desánimo.
San Agustín explica esta ambivalencia a partir de la parábola del trigo y la cizaña. A lo largo de la historia de la humanidad se irán formando las dos ciudades, la de Dios y la del diablo, que permanecerán mezcladas mientras estén en este mundo, hasta que en el último juicio logren la separación (La ciudad…: I, 35). Esta mezcla es fuente de innumerables choques y catástrofes, avances y retrocesos, que van configurando la historia. Se repiten aquí las ideas fundamentales del pensamiento agustiniano: dos ciudades, dos amores, todo un universo de contrastes y de antítesis, dos tipos de hombres sumidos en esa dialéctica y que, por ser libres, se pueden inclinar en un sentido o en otro, y el tiempo como vector de la historia. La historia es, así, un choque continuo de antítesis de dos amores que han levantado dos ciudades. De ahí la ambivalencia del tiempo humano, que puede ser esperanza, viabilidad, posibilidad; o amenaza, huida, angustia y desolación. El que el tiempo sea una cosa u otra depende exclusivamente de cada uno. Por eso dice San Agustín, “Vivamos bien y serán buenos los tiempos. Los tiempos somos nosotros; cuales somos nosotros, así serán los tiempos” (Sermón: 80,8).


Conclusiones
Para san Agustín hay una unión indisoluble del tiempo y de la eternidad, que se encuentran ligados por tres razones: en primer lugar, porque el tiempo procede de la eternidad, ya que la eternidad es esencialmente creadora del tiempo de los hombres. En segundo lugar, porque el tiempo cumple el designio eterno: es la condición necesaria para la salvación de los hombres y el perfeccionamiento de la creación. Y, en tercer lugar, porque se acaba en ella, porque una vez cumplido el fin para el que fue creado, el tiempo se terminará en la eternidad.
En realidad no hay tiempo verdadero más que para el ser humano, puesto que está sometido a él por su cuerpo material y es capaz de percibirlo y de darle una significación por su conciencia espiritual. La transitoriedad y precariedad de lo temporal pueden producir una gran angustia en nosotros. Si después de esta vida no hay nada sólo queda enfrentarse a la muerte con un grito de aniquilación, sin esperanzas. Pero Agustín nos muestra la grandeza del tiempo como un medio al servicio de la salvación total de la humanidad. Dios nos ha colocado en el tiempo para que demos el salto a la eternidad.


Tiempo y eternidad en san Agustín
María Lacalle Noriega

Bibliografía
Todas las obras de san Agustín se han citado según las Obras Completas de la Biblioteca de Autores Cristianos en su edición bilingüe:

- La ciudad de Dios (1988): tomos XVI y XVII.
- Confesiones (1991): tomo II.
- El libre albedrío (1982): tomo III.
- Sermones (1983): tomo X.
- Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos (1988): tomo XV.
- La música (1988): tomo XXXIX.
- Enarraciones sobre los salmos (1988): tomo XXII.
- Enarraciones sobre los salmos (1982): tomo XIX.
- Homilías sobre la primera carta de Juan (2003): tomo XVIII.


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